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Monday, August 18, 2008

Adiós a un grande: Se fue el peruano Constantino Carvallo.


El pensador peruano Constantino Carvallo murió el día de ayer víctima de un paro cardíaco.
  • Se fue uno de los pocos pensadores del tema patria y valores nacionales del Perú moderno, que desde su afición al fútbol y su formación de educador, supo mostrar con gran sagacidad y pasión. Sus restos son velados en el cementerio Jardines de la paz de la Molina (Lima).

Perú 21 informa así: http://peru21.pe/noticia/214222/fallecio-educador-constantino-carvallo

A los 55 años de edad, falleció el educador Constantino Carvallo
El también ex dirigente de Alianza Lima y filósofo no soportó una segunda operación al corazón tras sufrir un paro cardiaco. Sus restos son velados en los Jardines de la Paz, en el distrito de La Molina.
Carvallo Rey será recordado por su visión poco convencional de la educación.

(Perú.21) El director y fundador del colegio Los Reyes Rojos, Constantino Carvallo, falleció esta mañana luego de ser intervenido en la clínica Americana de Lima, a donde fue llevado luego de que sufriera un paro cardiaco.

Sin embargo, los esfuerzos por mantener con vida al también ex dirigente de Alianza Lima, de 55 años, fueron infructuosos, informó elcomercio.com.pe.

El velorio se realiza en los Jardines de la Paz, en el distrito de La Molina.

Costantino Raúl Carvallo Rey fue un reconocido educador, debido a que su visión se alejaba de lo convencional. En 1978 fundó el colegio Los Reyes Rojos.

Para él, la escuela debía ser "un espacio de socialización en el que se forja el carácter del individuo y del ciudadano. La autonomía moral y la búsqueda crítica del saber son los fines fundamentales que dirigen su actuar".

Durante los 10 años en que fue dirigente de Alianza Lima, desarrolló un programa en el que diversos jugadores de las divisiones menores de ese club se educaron en los Reyes Rojos.

Jefferson Farfán, Paolo Guerrero, Alexander Sánchez y Jairzinho Baylón, son algunos de los futbolistas que fueron formados en el colegio que fundó Carvallo. Ellos, en más de una ocasión, le han agradecido todo el apoyo que recibieron de este educador.



Su libro imperdible hoy día:


Sinopsis: Una mirada al dolor y a las dificultades que enfrenta el maestro, pero también el manifiesto de una esperanza en la educación en nuestro país.
El autor ofrece los retazos de su experiencia como fundador y director del colegio Los Reyes Rojos, en una galería de prosas iluminadoras e inquietantes que arden en el fuego sin llamas de la sabiduría.


Opinan los lectores

Según Juan Carlos Mas Guivin: Es un libro que dice las cosas que pasan los maestros ... y como uno puede apelar a nuestro conocimiento ... para resolver aquellos probelmas .. como por ejemplo ..- el tema de terrorismo como educar en el aula sobre valores si tienes a un niño que es padre terrorista como decir que la delincuencia es malo ...o que matar es malo ... como es pues una mescla de lo que amenudo pasa .. como aplicando nuestra teoria podemos solucionar ... El tema de descriminacion es otro punto a tratar .. como surge en el aula .--- como una broma y alfinal se convierte en exclucion ... son muchos los temas como educar en ternura .-- el amor que debemos tener los educacores hacia lo que hacemos .. muy buena las ideas que se plasman de una sociedad que tiene que conter el aliento para vivir ...


Según Coque Ayala es un libro imperdible:

Hace unos días se celebró el día del maestro. Y me encuentro en el Diario Educar. Tribulaciones de un maestro desarmado de Constantino Carvallo. Un libro estupendo. Real por sincero. Y me encuentro con esta maravilla, que aquí reproduzco:

"El no creerme del todo mi oficio me permite observarlo con distancia, como si no estuviera involucrado en él. En los 30 años que llevo "fingiendo" ser maestro, algunos alumnos me han hecho sentir capaz de ser bueno y otros, felizmente, no me dan importancia, poniéndome en mi sitio. ¿Por qué se sigue estudiando educación el Perú si el sueldo promedio de un profesor es 600 soles? La primera obligación del profesor es desnudar sus verdaderos motivos.

Ser maestro es un oficio de anfibio, una extraña mezcla de actividad intelectual y negocio del espectáculo. El profesor dice que quiere enseñar y orientar, cuando en verdad quiere ser escuchado, contemplado y obedecido. Se siente Dios en el sexto día porque su obra es otro hombre. Ser maestro también es oficio de vampiro: beber el vigor, la alegría y la inocencia de los otros. Así que mejor empiezo a confesar mis robos.

Por mis alumnos, me he sentido grande y poderoso. A veces hasta sabio y elocuente. Me he sentido padre, compañero, hermano, amigo. También, aunque duela confesarlo, me he sentido hijo, hombre débil que se ampara en otra fortaleza. He cogido sus miradas atentas y las he llevado conmigo para salvarme de la soledad y de la pena. Solo al recordarlas he podido abandonar la seriedad y darle menos importancia a mi vida.
He dialogado en silencio con muchos y me he sentido lúcido y ameno. He aprendido la bondad y el candor de algunos; de otros, en cambio, he copiado el vigor, la seguridad, el entusiasmo. Porque los chicos deben ver en un maestro a una persona firme, que les muestre que llegar a la adultez es deseable.

Eso es lo que exhibo, pero muchas veces no es lo que siento. A veces creo que la vida no vale la pena ser vivida, que no es importante conseguir lo que se quiere. Pero jamás he compartido con un alumno un momento de depresión. Cuando murió mi padre me ausenté del colegio para no compartir con mis compañeros mi duelo. Así que he pasado la mitad de mi vida tratando de mostrar a mis alumnos algo que no siempre soy. Me persigue un sentimiento de usurpación, de estar en el lugar de otro.

Creo que más importante es lo que el maestro calla: no se educa con la prédica, sino con la conducta. En este sentido, maestros son Sócrates, Jesús, Teresa de Calcuta, Buda. Pero yo no. No me sorprende que a mis alumnos no les dé la gana de estudiar, porque yo tampoco la tuve. No me siento capaz de sermonear a un chico que ha robado, porque yo también he robado. Pero sí puedo sentir por él mayor comprensión y, como maestro, empezar a corregirlo.

Me satisface, sin demagogia, sentir que mi alumno ya se olvidó de mí. Me molesta encontrar a un ex alumno que todavía está buscando el vínculo umbilical y que aun no se enfrenta al mundo. Por él solo puedo sentir remordimiento. Porque quien prepara a un hombre para que corra los cien metros planos no lo hace para que sea menos que él, sino para que gane.

Eso es lo que trato de hacer con mis alumnos. Aquí esta la perfección del maestro, lo que yo no tengo: el desapego. No perder de vista que esa extraña relación afectiva entre maestro y alumno siempre está a punto de morir. He visto llorar y sufrir a profesores porque se involucran demasiado con sus alumnos. Dice Fernando Savater: "Llorar y sufrir nos puede confirmar humanos, pero de ninguna manera nos confirma maestros".

Dice Freud que los maestros ocupamos el lugar del padre. Yo no estoy de acuerdo. Nuestra ventaja no está en saber más de pedagogía, sino en sentir que los hijos no nos pertenecen.

Es más difícil, pues, ser padre que maestro. Quiero ser transparente: no se trata de anular la relación humana y la calidez entre maestro y alumno, sino solo la intimidad. El problema es cuando el profesor carece de suficientes vínculos afectivos y depende demasiado de sus alumnos. Creo que esas personas no deberían trabajar en este oficio.

Un buen maestro es quien mantiene una relación asimétrica con sus alumnos: da y no espera recibir. Yo, lo máximo que espero que se afirmen a sí mismos y que sepan adaptarse a este mundo. Me preocupan las personas que quieren imponer su originalidad por encima del mundo, pero también las que aceptan el mundo sin defender ninguna originalidad.

Cuando encuentro un ex alumno en la calle, no me interesa saber que estudia. No me interesa tampoco si ha ingresado en el primer puesto de una universidad porque igual puede ser un canalla. Me interesa cuál es su pasión y si la está llevando a cabo. Creo que la pasión es lo único que nos salva.

El afecto entre un profesor y un alumno existe, pero es abstracto: Cristo no amaba a Judas o Juan, sino a la humanidad. Al maestro se le va un alumno y tiene que olvidarse de él para amar a todos los que vengan. Ama a la infancia y no a un solo niño. Separarse de los alumnos, lo que no puede parecer una desgracia, es la condición que permite la salud de una relación educativa.

Los amores, el filial y el de pareja, suelen estar contaminados de luchas por la posesión. Esta extraña relación entre maestro y alumno es, en cambio, como esos encuentros breves y furtivos. Como van a terminar pronto, solo queda la generosidad, la entrega, la gran performance. Me alegra entonces que mis alumnos se vayan. Así me enseñan que las cosas bellas se terminan, pero que la vida continúa".

Deberían incluir este libro en el currículo de cualquier facultad de educación, humanidades o pedagogía. Como texto esencial.

El mismo Carvallo escribió lo siguiente:

Diario Educar. ¿Dónde habita la moral?

Constantino Carvallo.

Me pregunto cuántas veces habrá cantado el himno nacional y cuántos cursos sobre la Historia del Perú y las batallas y los héroes habrá llevado. Y cuántas veces habrá pasado, uniformado, por los corredores de la Escuela Militar, bajo la mirada ciega de los cuadros de Bolognesi y los bustos de Miguel Grau. Y de seguro pueden dar la vuelta al mundo los pasos sumados de todas sus marchas, trotes y desfiles. Y deben de haber sido muchos los años levantándose al sonido de la diana y entrenando duro, corriendo, saltando, hasta el oscurecer. El general Roberto Vértiz Cabrejos, no lo dudo, debe de haber tenido una exigente formación militar.

¿Existirá alguna relación entre todas esas acciones y el aprendizaje de la conducta moral? Leo a menudo que una solución para nuestros jóvenes es meterlos al servicio militar, disciplinarlos así. Esto debe de haber pensado la Comisión de Defensa del Congreso cuando, hace poco, le pidió al Ministerio de Educación que retornara el curso de instrucción premilitar.

En abril del año 2004, el general Graham alertado sobre irregularidades en los exámenes de ingreso a la Escuela Militar sometió a los ingresantes, relata Caretas 1820, a dos pruebas para "zanjar el debate": talla y natación. El resultado mostró la corrupción habida y fue relevado de su cargo el entonces director de la EMCH, el general Vértiz Cabrejos. Se anunció una investigación sobre el dinero pagado por los postulantes durante los últimos tres años.
Entre el 2005 y el 2006, la utilización de gasolina en el Ejército se incrementó, sin razones aparentes, de 414 mil galones a más de un millón 100 mil, señalan los diarios. Vértiz era el Director General de Logística. Hoy aparece fotografiado junto a dos operadores de Montesinos, en una mesa del restaurante Fiesta. ¿Su cargo actual? Otra vez educador, es subdirector ejecutivo de la Dirección General de Educación y Doctrina del Ejército, según su artículo 27, "órgano encargado del planeamiento y ejecución de las actividades de formación, capacitación, perfeccionamiento y entrenamiento del personal del Ejército". De haber instrucción premilitar, seguramente él formaría a los instructores.

Nadie puede dar fe de un método garantizado para la formación moral de los hombres (y mujeres). Es un asunto discutible. No lo es que no hay pruebas físicas ni clases teóricas, ni actos formales, ni marciales, que aseguren la decencia y la honestidad. La moralidad vive en otra parte.

Uno de los últimos artículos sobre su visión del fútbol: http://idl.org.pe/idlrev/revistas/148/pag42.htm




El Mundial es de ellos, no mío


¿Qué se puede decir a estas alturas sobre el Mundial en una revista como ideele? En jugada maestra, pasamos el tema a Constantino Carvallo, quien no defraudó y aprovechó brillantemente el espacio.


Constantino Carvallo R.




De muchos modos enfrento día a día la distancia que me separa, cada vez más, de las nuevas generaciones. Uno pasa súbitamente de un mundo a otro. Cuando creo compartir el mundo de los niños y jóvenes, ser parte de él, sentir y hablar del mismo modo, un giro de la pasión, un quiebre del interés común, nos sitúa a cada cual en su propio territorio.



El último Mundial muestra esa diferencia y los cambios que se han producido en la relación con la nación del alma infantil. Para mí el Mundial Corea-Japón no solo es propiedad exclusiva de ellos, los jóvenes, sino que lo es de una manera distinta de cómo, por ejemplo, me perteneció el Mundial de México 70 o el Argentina 78. Yo tenía 13 años cuando se realizó el Mundial de Inglaterra en 1966 y no me interesó. Recuerdo la polémica del gol de Inglaterra de la final con Alemania como un asunto de la historia, como la Segunda Guerra o el conflicto de los Balcanes. Asuntos seguramente importantes pero que nada tenían que ver con nuestras vidas aquí en el Perú. No conmovían, no nos emocionaban.



Puede decirse que ello se debía a la falta de televisión, pero esto no hace en verdad la diferencia. De hecho el Mundial se transmitía por un medio quizá más extendido y cálido, la radio. Recuerdo a los curas del colegio escuchando, ellos sí tomados por el nerviosismo y el interés, el España-Argentina, aterrados con el gol de Onega que escucharon con sus pequeños radios a transistores forrados con cuero agujereado.



Ocurría que el fútbol tenía rostro nacional. Incluso podía decirse que se situaba en una esfera social menor, la de los afectos personales, la solidaridad con la tribu pequeña: el club del cual uno era hincha. Yo, por ejemplo, no tenía interés en un seleccionado nacional cuya delantera no estuviera integrada por tres o cuatro jugadores del Alianza Lima. Cuando esto ocurría, rara vez felizmente, el combinado no era ya plenamente patrio y me interesaba poco su destino final. Inconcebible era entonces interesarse en una competencia que no solo no tenía a los ágiles aliancistas –así los llamaba La Prensa– sino que ni siquiera contaba con la participación del "combinado patrio". El Mundial de Inglaterra, con todos sus Eusebios, no significaba nada en el corazón y los afectos de un adolescente que valoraba el fútbol como expresión de la afirmación de un orgullo personal, intransferible, ligado irremediablemente a los compatriotas y, entre ellos, a los miembros de la misma pasión por unos colores que significaban la comunidad real. Si no estaba el Perú era solo fútbol, movimientos desprovistos de afectividad, un espectáculo tedioso, desespiritualizado, encarnado por extranjeros talentosos pero que no convocaban la identificación o la identidad.



Lo grande de México 70 no fue Brasil ni Italia; la trascendencia de Argentina 78 no fueron los goles argentinos o la elegancia holandesa. Todas las virtudes de esos mundiales importaban porque el Perú era parte de la fiesta. Y no solo el Perú; estaban allí el poeta Cueto, Cubillas, Velásquez, Duarte. Los ídolos del estadio de Matute, los parientes más admirados que uno veía con la tribu íntima estaban allí mostrando lo que éramos al mundo entero. Cuando Perú quedó eliminado tras su derrota infame con la Argentina de Kempes, igual que tras el partido magnífico contra el Brasil de Pelé, el Mundial se terminó para nosotros. Quedaban partidos, claro; la final, nada menos, pero ya era otra cosa. Una competencia objetiva, fría, con simpatías discutibles, sin una solidaridad clara que ayudara a galvanizar las expectativas. Todos queríamos que ganase el Perú, nos reuníamos desde temprano para verlo. En cambio, en el fondo, daba igual si ganaba Holanda o Argentina. Podíamos querer una u otra cosa, pero no lloraríamos por ninguno. El fracaso no sería nuestro.



Hoy un cambio notable ha ocurrido en la afición que los jóvenes mantienen todavía con el fútbol. Perú no asiste a un Mundial desde la tarde fatídica en que los polacos terminaron por romper a la complicada escuadra que, plagada de pleitos intestinos, asistió al Mundial de España 82. El gol inútil de Guillermo La Rosa puso fin a un modo de vincularse con el fútbol que es también expresión riesgosa del modo de vincularse con la patria. ¿Ha visto usted las camisetas que se venden en Ripley o Saga, en Polvos Azules o en Gamarra? Están Brasil, Francia, Alemania. También Inglaterra, Argentina y hasta Corea. No está Perú; su camiseta no se vende. Y no se la ponen. Pero lucen con orgullo la camiseta de Francia, sobre todo antes de empezar este Mundial. Son tan usadas que los grifos y otras tiendas las han entregado en sus ofertas para los niños y jóvenes. ¿Nos habríamos puesto la camiseta de Inglaterra o Portugal hace veinticinco años? Ni siquiera se vendían; teníamos la nuestra o las nuestras, la de Alianza y la del Perú.



Cuando he visto el Mundial con muchachos, obligado en realidad por el trabajo o el deber familiar, he tenido que fingir, como con algunas películas para niños, un interés que en verdad no sentía. Pero ellos no solo parecían festejar los goles y jugadas sino que conocían al detalle a los jugadores más increíbles, el centro delantero de Senegal o el arquero de Turquía. Y no solo eso: sabían de sus equipos, sus costos de fichaje, su currículo. La verdad es que su erudición era superior a la que teníamos en los setenta. Yo conocía a los veintidós jugadores del Perú y punto. A los demás los apreciaba cuando chocaban con nosotros. De Alemania a Müller, porque nos clavó dos goles; el resto no lo recuerdo; quizá Libuda porque no pudo con Nicolás Fuentes o Beckenbauer porque tenía carisma y podía uno identificarse con su presencia y valor. ¿Quiénes eran los búlgaros? ¿Quiénes eran los escoceses, fuera del tal Jordan que venía precedido de la fama inquietante de borracho y mujeriego? Ahora los conocen a todos. Arman en juegos de Nintendo sus equipos ideales, los compran, los venden. Saben más de ellos que de los patéticos ídolos del campeonato nacional. Pero su afición es, para bien o para mal, más solitaria, menos parte del calor y la identidad con la patria que vivimos sus padres. No se agrupa ya la gente, la familia, los amigos para ver al escuadrón nacional saltar a la cancha. No hay ya cebiches, almuerzos, ni se paraliza la vida pública como en ese extraordinario cortometraje que filmó Robles Godoy en uno de esos días de paro nacional. La tribuna no se llena con los muchachos esperanzados en ver al Perú ganar o perder pero mostrando el talento y el valor que puede uno admirar. Nada de eso. Se va al estadio a silbar, a manifestar el rencor y la frustración y, si se puede, también la violencia y la destrucción.



Es el triunfo de la Internet, la globalidad sumada a la caída vertiginosa de la educación y el deporte. Sin nada que apreciar en casa, sin modelos de victoria y coraje, no queda sino satisfacer fuera esa necesidad. No se es hincha del Perú sino de Inglaterra o de Brasil. No se es de la U o el Alianza, en términos mayores, sino del Bayern, del Real Madrid o, mejor aún, del equipo Pepsi cuyas camisetas se agotaron en las tiendas de vídeos del Blockbuster. ¿Pero puede sentirse lo mismo por Senegal o Francia desde aquí que lo que sentíamos por los colores del Perú? ¿Puede gritarse un gol de sabe dios qué nombre impronunciable, un checoslovaco-alemán o cosa semejante, del mismo modo como gritamos el gol de Cubillas en el Mundial del 70 o el de Perico a la Argentina de Cejas desde el cemento ardiente de tribuna norte en 1969?



El problema por supuesto es que uno no quiere pasar por chauvinista ni, menos, defender alguna forma nefasta de nacionalismo. Tampoco pretender que en el fútbol se juega el destino de la patria, ni que es mejor hinchar por los colores nacionales que por los de cualquier otro club o selección que a uno le venga en gana. El problema es, precisamente, que no se dan las condiciones para hinchar por nadie, ni aquí ni fuera.



Sostengo que el interés de los jóvenes por el Mundial Corea-Japón es una diversión pero no seduce a la pasión, no emociona porque para ello debe comprometerse la identidad, la conciencia de una cosa común que une a quienes luchan en la cancha y a quienes los contemplan luchando de otro modo desde la tribuna.



El fútbol es hoy un espectáculo, como el automovilismo o el tenis, pero no es un evento afectivo en el que triunfando o ganando se construye una historia compartida con quienes comparten una misma nacionalidad. Puede uno encontrarse con otro cincuentón y, como escribía Cohn-Bendit, hablar del fútbol que vimos o, mejor aún, del fútbol que vivimos juntos. ¿Te acuerdas del pase de Chumpitaz, largo como un cohete a la Luna, del túnel de Cueto a los argentinos, de las manos flojas de Rubiños, la insolencia indispensable de Challe, la sencillez de Didí? En el futuro, ¿conversarán sobre los goles de Rivaldo, las atajadas del turco de las sombras bajo los ojos, el pelo pintado del modelo Beckham? Falta algo para darle sustancia al recuerdo, para que permanezca gozoso en la memoria, para que sirva como un misterioso lazo de unión con el prójimo más cercano, el peruano como yo.



Porque incluso ahora que escribo el nombre de Chumpitaz siento vergüenza y no pude escribir el de Cubillas para que la corrupción no actúe también mancillando y pudriendo los recuerdos. El deporte peruano es una vergüenza. ¿Es que acaso no significa nada ver en los medios los triunfos del deporte internacional y vivir diariamente el fracaso de los nuestros? Y no es solo que Chile nos saque de un mundial goleándonos 4-0 o que Ecuador nos gane en un día de fiesta en el Monumental, 70 mil personas aguardando regresar al pasado victorioso. Lo peor es la conciencia de que esas derrotas expresan una realidad inocultable: la del país en que nos hemos convertido. Solano enfrentado con el Chorri, los jugadores pidiendo más y más y cuidándose cada vez menos, los dirigentes peleando con la prensa, la prensa buscando en la basura, la afición disfrutando del insulto y la venganza. Un técnico apoyado por Fujimori pasando el tiempo en el hipódromo; el otro, Uribe, disfrazando el fracaso, mintiendo y mintiéndose. Los deportistas no son ya ídolos de nadie, no alcanzan la estatura de los mitos. Y los que fueron han caído borrando incluso su propia gesta histórica. Cubillas entregando polos por orden de Montesinos se enfrenta al Nene que cimbreante encajó ese gol a Bulgaria.


No podemos admirarnos entre peruanos. Ramón Ferreyros o el tenista Horna andan lejos de la multitud, no levantan la moral como lo hacían Johnny Bello, Mauro Mina o el gran Ricardo Duarte. El deporte se ha desacralizado, se ha banalizado, ha perdido ante el comercio y la globalidad. A los jóvenes no les queda sino apreciar a los monstruos del deporte internacional y al hacerlo la realidad más cercana se reduce, se mira empobrecida, sin verdadero orgullo o con desprecio y malestar. ¿Por qué el Perú no gana en nada? ¿Por qué ni siquiera va a un Mundial? ¿Es culpa de Delfino, de Reynoso, de Maturana, de Oblitas? Nada de eso. Es una manifestación de una decadencia larga y profunda, de un cuestabajo que se muestra en sus niveles altos en los vídeos de Montesinos pero también se siente en las fuerzas negativas que habitan en el fútbol nacional. Lo sano, lamentablemente, es no identificarse con los colores del Perú, con sus derrotas humillantes, con su mediocridad y su falta de valor moral. Lo triste es que se vive aquí y que despreciar lo que es nuestro es, de algún modo, despreciarnos a nosotros mismos. Por lo menos hasta que se disuelva la conciencia nacional y el mundo se vuelva la aldea global sin patrias ni raíces. Todos seremos entonces del equipo Pepsi, hinchas simultáneos de Ronaldo y de Zidane, de Oliver Kahn y la Bruja Verón. Mientras ese horrendo cosmopolitismo, el que pronostican los autores de Imperio, se impone, debiéramos hacer algo para asistir al próximo Mundial. O por lo menos para que podamos estar en el del 2010. Ello supone que la comunidad deportiva –prensa, deportistas, técnicos, dirigentes y aficionados– comparta una meta común y busque sinceramente conseguirla.



No es un asunto baladí. Los jóvenes y los niños necesitan de facilitadores de la vida en comunidad. Motivos para estar orgullosos de la nación en la que se vive, estímulos para quererla y valorarla. Ha escrito Rilke que la única patria del hombre es su infancia. Alimentar la patria, engrandecerla, es dar a esa infancia recuerdos gratos del país en el que se está. Entre esos recuerdos aparecen las tardes soleadas en las que la camiseta nacional se impuso a la adversidad, al rival y logró con su entrega y capacidad un triunfo imposible con el que resulta dulce entregarse por la noche a rememorar. No importa si fueron las morenas del vóley o el peleador que tumbó a su contrincante o, simplemente, el magnífico pase que se lanza hacia la portería rival. No importa. Necesitamos héroes para nuestros hijos, hazañas emocionantes, proezas del hombre del Perú en la competencia internacional. Lo que en verdad requerimos del deporte son motivos para agradecer haber nacido aquí y no allá lejos, junto a Zidane.



Constantino Carvallo R. es director del colegio Los Reyes Rojos.




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