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Sunday, February 24, 2008

El ser personal

Autor: Santiago Fernández Burillo | Fuente: Arvo.net
El ser personal Curso de Filosofía  
El ser personal
El ser personal
Capítulo XI. El ser personal.

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

«Pensée fait la gradeur de l'homme»
(Blaise Pascal)

I. De la filosofía moderna a la filosofía actual
II. Nociones de antropología filosófica
III. La antropología de Leonardo Polo

I. De la filosofía moderna a la filosofía actual

La filosofía de la subjetividad

La filosofía moderna ha consistido en el intento de convertir la libertad en fundamento. Se trata de un intento en el que el ser personal juega el papel de lo trascendental, en simetría con el pensamiento clásico. En la filosofía clásica el ser es el fundamento, el primer «trascendental»; por conversión con éste son trascendentales la verdad, el bien, la belleza, etc. La filosofía moderna consiste en el intento de primar los trascendentales personales. Pero no ha tenido éxito, porque hombre y Dios no son simétricos, con respecto al mundo.

La actitud se inicia con Descartes y la formula claramente Kant, cuando habla de un «giro copernicano» que invertiría los términos de la más antigua cuestión filosófica: ya no sería el objeto lo que funda el pensar, sino el sujeto –la espontaneidad intelectual, a priori–, quien funda el objeto. Ahora, el objeto «es» en cuanto conocido; de ahí que el ser, más allá del ser conocido, quedara como incognoscible (agnosticismo metafísico, o del ser). El idealismo posterior (Fichte, Schelling) se propuso reunir ser y pensar en una identidad, que sería el absoluto, la razón. Se substituía así al Ser absoluto como fundamento del mundo (Dios), por la subjetividad libre (hombre).

Georg W. F. Hegel (1770-1831) representa el máximo esfuerzo para reunir la pasión y la razón, la libertad y el sistema lógico, todas las contradicciones concretas de la existencia en una síntesis lógica, obra de la razón, que asciende paulatinamente (dialécticamente, esto es, por la fuerza de la negación) hasta el saber absoluto. La razón emerge desde la sensibilidad, a través de la conciencia y de la auto-conciencia, en un devenir o evolución en que a partir del mundo sale a la luz el hombre, y de éste la conciencia de Dios. Al final, pero sólo al final, Dios es. Por tanto, Dios es el pensamiento acabado. La razón, cuando llega al término de sus posibilidades, es pensamiento del pensamiento (Dios, según Aristóteles, a quien Hegel admira). Esto significaba que Dios no es Dios sin el mundo; y también que el mundo y Dios son la historia. El hombre de carne y hueso, el «hombre empírico», es solamente un «momento» de paso; pero es en ese momento, en la humanidad, cuando la razón, es decir, la divinidad cobra plena conciencia de Sí misma.
Ahora bien, si es cierto que el sistema de Hegel es osado y sutil, si es innegable su profundidad, no es menos cierto que, si fuera verdad, la historia se habría consumado ya: no se podría proseguir. Por eso, después de Hegel, la modernidad experimentó una crisis muy grave, el pensamiento se encaminó hacia el irracionalismo.

Esta tendencia moderna había comenzado rehusando fundar la verdad y su conocimiento en el ser; propugnaba, por el contrario, la fundamentación en la certeza y en la subjetividad pensante (Descartes: «pienso, luego existo»). La voluntad sería fundamento, el absoluto independiente. El ser venía substituido –hemos dicho– por el sujeto (la razón, la voluntad) y la metafísica substituida por la antropología. Ahora, el trascendental antropológico es la libertad, porque el sujeto domina al objeto, el yo trasciende los entes.

Humanismo ateo y personalismo

La crisis de la modernidad ha sido, sin embargo, una crisis de la razón. El irracionalismo parece arruinar el proyecto antropológico moderno. Para evitar esta ruina se ha reafirmado la prioridad subjetiva del fundamento, en forma de «humanismo». El primado de la libertad –entendida como autonomía– substituiría al de la razón. De este planteamiento deriva el ateismo, porque sólo puede haber un absoluto. La paradoja del humanismo ateo es que, reafirmando la autonomía humana, conduce a pesar de todo a la negación de la razón y de los valores. De ahí resultan concepciones antihumanistas: el individualismo radical, permisivo e insolidario, y el colectivismo, coactivo y represor de las libertades concretas.

Contemporáneamente, otros filósofos reafirmaban la diferencia entre el hombre y lasa cosas, la prioridad de la persona sobre el mundo, la libertad por encima de las causas físicas. Pero no lo ve cerrado, el ser humano es apertura y trascendencia, así piensan Søren Kierkegaard, Gabriel Marcel, etc.

La antropología actual

Tenemos así, cuando acaba el siglo XX, una adquisición filosófica irrenunciable y dos orientaciones muy diferentes.

La adopción del punto de vista del sujeto es la herencia moderna. Las personas y las cosas no se pueden tratar como casos particulares de una abstracción que sería anterior (el ser en común, el ente, etc.). Por eso, la antropología trascendental ocupa un lugar principal, con la metafísica y la teoría del conocimiento.

Al final de la modernidad hay dos corrientes de pensamiento, la inmanentista y la personalista.

1º. La concepción inmanentista es el planteamiento inspirado en la Ilustración y en Kant. Se esfuerza por sobrevivir a su propia crisis, todavía hoy, en concepciones historicistas y nihilistas; la denominada filosofía post-moderna las reúne.

Presentan las siguientes características:

  • Relativismo antimetafísico, o «pensamiento débil». La antropología substituye a la metafísica.
  • Inmanentismo, antropocentrismo cerrado a la trascendencia. El hombre es la realidad suprema, la apertura a un fundamento trascendente carecería de sentido.
  • Humanismo ateo. El planteamiento antropocéntrico exige la supresión de Dios como idea de algo en lo que el hombre se pueda superar más allá del tiempo y del espacio.
  • Terrestridad, laicismo sociológico, político, jurídico, etc.
  • Autorrealización. La libertad es autonomía, crea los valores al tiempo que se autorrealiza en el tiempo.
  • Ética mínima. Dialéctica de la norma y la libertad. Agotamiento de la filosofía moral. Las normas son objeto de consenso. Final de la utopía y despolitización.


El panorama es pesimista. Algunos filósofos postmodernos conservan una actitud de búsqueda de salida a la crisis. Pero generalmente el relativismo adopta en esta tendencia el aire de solución última, el nihilismo, que declara superada la metafísica y cualquier búsqueda del fundamento. El nihilismo (del lat. nihil, nada) suprime la verdad y el bien; no dice que nada exista, lo que dice es que la era de las verdades y de los bienes ha pasado para siempre. Habría que proceder a la de-construcción de todos los «grandes relatos» que dieron apoyo a las antiguas valoraciones. La fuente de esta mentalidad nihilista está en Nietzsche y Heidegger y se presenta frecuentemente como una mera hermenéutica, esto es, interpretación del lenguaje.

2º. La concepción personalista, es la otra corriente, iniciada tras la crisis post-hegeliana y continuada hasta hoy. Algunas características que destacan en él son
  • Comunicación y trascendencia, encuentro con el otro. El yo no es mera inmanencia; necesita trascenderse, salir de sí, reconocer y amar. La metafísica no es incompatible con la antropología. La trascendencia comporta la apertura a Dios.
  • Persona. El ser personal es el centro de la comunicación, el núcleo de las relaciones sociales, morales, cognoscitivas y amorosas. La antropología profundiza en el misterio del ser personal.
  • Libertad. La libertades trascendental, como la persona. Va mucho más allá de la mera capacidad de escoger: incluye la capacidad de orientar la existencia a su destino.
  • Ética. La ética versa sobre la libertad mejor, no ve contradicción entre libertad y norma; la persona es un ser llamado a realizar un destino.
  • Pluralidad. El personalismo no se corresponde con un credo o religión determinada, sino con la realidad humana; se reúnen en él filósofos cristianos, judíos e incluso neo-marxistas que replantean la necesidad de una filosofía del hombre abierta a la razón y al consenso dialogado.


II. Nociones de antropología filosófica

La grandeza humana

La pequeñez humana es un tópico que se nos recuerda con insistencia, el hombre no se debe proponer saber más allá de sus posibilidades, ni caer en la ingenuidad de los antiguos, creyéndose el centro del universo. Limitados como estamos a ver una parte de la realidad, y aun con tantas imperfecciones, ¿quién osaría afirmar que el hombre es el centro de la realidad? ¿No parece más modesto y adecuado a nuestra condición reconocer que no sabemos nada? Esta actitud humilde –se dice– nos llevaría también a la aceptación de las limitaciones y los errores; de ahí que la tolerancia debiera ser el principio supremo a la hora de enjuiciar la razón, los actos y el hombre como tal.

Todo error es en gran parte verdad, de lo contrario no erraríamos nunca. Ahora bien, considérese atentamente esta idea de nuevo. ¿No es cierto que, para aceptar que el hombre es limitado, expuesto a los errores, merecedor de comprensión, se debe suponer la inteligencia como facultad de la verdad? Si podemos admitir nuestra pequeñez, es desde un punto de vista elevadísimo. Si hemos de comprender el error, es porque adoptamos la visual de la verdad. Si nos sabemos limitados, imperfectos, es porque el hombre puede juzgar las cosas humanas desde un punto de vista más que humano; en efecto, valorar la propia finitud como real implica una comparación con el Infinito. Quien conoce la diferencia, antes debe conocer los dos extremos de la comparación. En suma, si la pequeñez humana es manifiesta, el hombre se muestra grande ahí. En ese juicio es grande, pues abarca la suma grandeza y la relativa, comparándolas.

Blaise Pascal (1623-1662), contemporáneo de Descartes, subrayó con fuerza la grandeza humana, que reside, justamente en el hecho de que el ser humano «se sabe» miserable; también un árbol es poca cosa, pero no lo sabe. El hecho de conocer que se es miserable, es grande. «La grandeza del hombre es tan visible, que se deduce de su propia miseria» (Pensées, 409). Comparado con el universo, el ser humano es un tallo quebradizo; pero tiene la prerrogativa de conocer que es débil, de estar hecho para pensar: «El hombre no es más que una caña, la más vil de la naturaleza, pero es una caña que piensa. No hace falta que el universo entero se alce para aplastarlo: un aire, una gota de agua son suficientes para matarlo. Pero aunque el universo lo aplastara, el hombre sería todavía más noble que aquello que le da muerte, porque él sabe que muere...; el universo no sabe nada de esto» (O. cit., 347).

La conciencia de las propias limitaciones, pues, forma parte de la grandeza humana. Son limitadas las piedras y las plantas, son limitadas las bestias, las estrellas, los planetas, limitado es, sin duda, el sistema solar, la galaxia, pero todos estos seres son inconscientes de la limitación. La grandeza del hombre estriba en que conoce. Tan grande es la mente que incluso sabe que no lo es todo; se sabe inmersa en una totalidad que la supera. Mas así trasciende a lo que nos sobrepasa en el cosmos, a todo el orden de la magnitud física. Por este motivo Pascal decía que las miserias del hombre son «miserias de gran señor, miserias de rey destronado». La grandeza humana se llama dignidad.

Poseedores de la «totalidad del ser»

Si la dignidad humana deriva del valor y alcance de la inteligencia, se comprende que las doctrinas que deprimen el entendimiento, o le niegan la capacidad de conocer la verdad y lo relativizan hasta el fenomenismo, el escepticismo total o el anonimato panteísta, son antihumanistas.

Por el conocimiento, los seres humanos estamos en el centro de la realidad, a saber, por encima del mundo físico y por debajo de las realidades divinas. En los confines de dos mundos, definían los griegos la realidad humana, un «ser de frontera», más allá de la limitación que impone la materia y de sus fenómenos, pero más acá de la infinita sabiduría que ha causado y ordenado el mundo. Situado en la frontera de dos mundos, el material y el espiritual, el hombre está en ambos a la vez.

Nuestro conocimiento capta las cualidades (sea éstas más o menos subjetivas) y, a la vez, las esencias y la sustancia, es decir, conocemos lo que parece y también lo que es, lo sensible y lo inteligible; conocemos la apariencia y la realidad (¿cómo las contrastaríamos, si no?), los fenómenos y el ser; y conocemos el ser como existencia y como esencia. Mas el ámbito del ser no tiene límite, se trata –en cierto modo– de la totalidad fuera de la cual no hay nada; y la nada no limita al ser. Por eso, nuestro conocimiento no es limitado, de forma absoluta. («Está» limitado, pero es virtualmente ilimitado; infinito de derecho, aunque finito de hecho. La dependencia del espacio y el tiempo limita obviamente nuestro saber. Pero en tanto que éste se conoce «capaz de todo» se hace consciente de su naturaleza espiritual, no encerrada en los límites de espacio y tiempo). Por la inteligencia el alma se hace en cierta manera, todas las cosas dice Aristóteles; y Tomás de Aquino lo comenta: posee la totalidad del ser. Por la mente, el hombre es libre, pues trasciende los límites, escapa a cualquier reduccionismo, es el ser abierto a los seres, a todos los seres, y se sitúa así en el centro de la realidad: por encima del mundo y por debajo de Dios.

En el vocabulario filosófico «trascendental» es lo que se opone a «predicamental» y es principio que funda, o bien lo absoluto, que supera lo relativo; se dice trascendental el ser, en tanto que es principio, es decir, fundamento o ser en absoluto, y se lo llama así por contraposición a «predicamental» o «categorial». Pues bien, del mismo modo que la metafísica se ocupa del ser trascendental y sus atributos trascendentales, la antropología puede ser también trascendental porque el hombre –entendimiento y libertad–, trasciende todo límite (en algunas filosofías, aunque erradamente, se pretende fundamento).

La grandeza del hombre es la grandeza del conocimiento. Por el intelecto el ser humano reflexiona, se auto-posee y se pone en el centro de sus preguntas e interés: «¿Quién soy yo? ¿Por qué existo? ¿Cuál es mi origen? ¿Para qué finalidad o propósito he venido a la existencia?» ¡Conócete a ti mismo!, recomendaba la sabiduría antigua. En efecto, de Sócrates a Descartes vemos que el conocimiento y el «ser» humano van íntimamente ligados; el auto-conocimiento nos da la medida de la realidad humana, pero también del ser y del valer del mismo conocimiento.

La edad del «yo»

El «yo en general» (), dice Kant, es la más alta condición de posibilidad de todo conocimiento. ¿Es ciertamente así? ¿Cómo es el «yo» humano?, ¿es trascendental?
Ha habido una profunda transformación, en la comprensión del «yo» y del ser del hombre, en el período de tiempo que transcurre desde Descartes hasta Hegel, es decir, desde la primera mitad del siglo XVII, hasta mediados (o finales) del siglo XIX. El punto de apoyo de las transformaciones del «yo» en la modernidad ha sido la libertad de pensamiento. Una vez introducido este principio, en su sentido más radical y amplio, a saber, que pensar es libertad (Descartes), empezó a seguir su propia marcha. Primero, Descartes infiere del cogito, ergo sum, «pienso, luego existo», que mi ser «es» pensar; el hombre es una res cogitans, es decir, una sustancia cuya esencia es pensar, acto de pensar. Hay en esa tesis dos categorías enlazadas: sustancia (el «yo» o alma) y atributo (la conciencia). Notemos que Descartes iguala la sustancia con el atributo o, mejor dicho, los considera idénticos (el «yo» y la conciencia). En segundo lugar, se debe notar también que, para Descartes, la conciencia (el cogito, pienso, soy consciente) es tanto actividad como pasividad, dice; en efecto, querer es activo, la idea, en cambio, es pasiva.

La antropología moderna transitará por la vía que conduce, desde este yo «empírico» de Descartes, hasta el yo «lógico» de Kant y, en fin, la idea, de la filosofía de Hegel. Es un tránsito de la razón finita a la infinita; implícito en el postulado racionalista: fuera de lo que la razón comprende, no hay verdad.

Aclaremos más esos términos (yo empírico», «lógico», etc.), del pensamiento moderno, referidos a la subjetividad humana.

El yo cartesiano es un individuo, soy yo mismo («empírico» es algo singular y experimentable); mientras que el «yo pienso en general» de Kant no es alguien, sino algo común a todos, es lo universal, la universalidad misma en su fuente; en fin, Hegel aunó en su noción de «idea» lo individual y lo universal, en cierto modo la «idea» es Dios. En los tres casos vemos que el hombre es la conciencia, el yo o sujeto (cognoscente). Por eso mismo, es libertad, es decir, conciencia del infinito. Claro está, si el hombre es conciencia y ésta es «del infinito», como se comprueba –dice Decartes– hasta en el mero hecho de tener la idea de lo finito, entonces trasciende las cosas y el cosmos, es libertad: nada «determina», esto es, nada satura su capacidad de conocer y de querer. Conciencia de lo finito, como finito, es libertad, es decir, apertura a lo infinito que ninguna cosa del mundo puede impedir. Visto así, el planteamiento filosófico de la modernidad, que asume la metafísica clásica en el ser humano, en la antropología, propone una elevada concepción del ser humano: es espíritu, libertad y apertura, trascendencia.

Ahora bien, este planteamiento antropológico descansa sobre una suposición errónea, a saber, que la conciencia «es» la persona. La identificación del acto de ser con el acto de pensar, ya presente en el axioma de Descartes (sum cogitans), que mi «ser es pensar». Sin embargo, la conciencia que tenemos de nuestra persona es imperfecta, aún más: por mucho que se incremente la conciencia, el saber, el ser personal no comparece nunca allí entero, no se agota; luego la conciencia es mucho menos que la persona. Esta es la objeción de principio que se debe oponer al planteamiento moderno, a pesar de su atractivo espiritualismo y de su original interés por la persona.

Esa misma objeción ha ido haciéndose patente con el transcurso del tiempo y los debates entre los pensadores, de modo que, a partir de finales del siglo XIX, entra en crisis la filosofía y, con ella, la idea del ser humano. Nietzsche y la fenomenología (Husserl, Heidegger) dirán que el hombre es conciencia, pero no sustancia; luego el hombre es algo así como un proceso de construcción que nunca se acaba ni se puede acabar. El hombre es deseo infinito, razón de todo, pero no una res, o «cosa en sí». El hombre no es una «cosa», sino sólo conciencia de las cosas (Husserl). Por otra parte, ninguna cosa o idea aparecen lo bastante buenas o verdaderas como para saturar el deseo o la conciencia. De este modo, el «yo» aparece como abocado a la nada. La libertad es trascendental, infinita, la conciencia también lo es, pero no hay verdad ni bien que resistan ante ella, todos aparecen como ilusorios o «falsos» (nada «es» verdad ni bien, ante el espíritu; nihilismo); luego el hombre no es feliz ni puede esperar o aspirar a serlo.

El problema y el misterio

El planteamiento y desarrollo de la antropología moderna, desde Descartes hasta el fatal desenlace nihilista (Nietzsche, Heidegger), supone siempre la validez del postulado racionalista, a saber: que el verdadero ser es el ser que es verdad y éste lo que la razón concibe y entiende. Ahora, la razón es universal, como los conceptos lógicos, pues la razón es en cierto modo la misma en todos: la verdad es siempre «lo mismo» para quienquiera.

El racionalismo no valora la opinión, por subjetiva, ni considera al conocimiento humano en su fragilidad y contingencia. Por eso, reduce la materia a las ideas. No obstante, tenemos sensaciones y opiniones; el hecho de sabernos limitados, imperfectos, falibles y aún con todo capaces de la verdad, ayuda a entrever cuál es la realidad humana. El error de Descartes y de los idealistas ha sido reducir la conciencia a certeza de objetos. Ahora bien, el cognoscente humano no es infalible, ni es sólo racionalidad objetiva. Es también misterio, es una realidad compleja; no lo podemos «resolver» ni «objetivar» como un problema matemático.

Gabriel Marcel (1889-1973), filósofo existencialista francés, ha planteado la diferencia entre el «problema» y el «misterio». Quien no se dé cuenta de esta diferencia, dice, nunca podrá ir más allá de los saberes técnicos, hasta la filosofía. En efecto, un problema es siempre algo «objetivo»: está ante los ojos, lo podemos limitar y definir con exactitud; a su vez, la respuesta al problema es objetiva, impersonal, la misma para todo el mundo. Todavía más: el problema se plantea con los mismos datos que permiten resolverlo; la fórmula del planteamiento, así como la solución, debe ser unívoca (un solo significado) y hacerlo saber todo al respecto. Con referencia a los problemas tiene sentido hablar de comprensión; de hecho, el prototipo del problema es el problema matemático. No es casual que Descartes viniera de las matemáticas. Los problemas son objetivos y externos. Finalmente, el problema se resuelve; una vez resuelto, no existe. Me proponen un nuevo tipo de problema, si todos los datos están y son claros, acabaré resolviéndolo; cuando lo he resuelto, ha dejado de existir. Me encuentro con un árbol en la carretera: no puedo pasar, el árbol caído y atravesado es el problema y sus datos. Llamamos a la grúa, que retira el árbol. El problema ha dejado de existir. Sea intelectual físico, un problema es algo externo y eliminable.

El misterio no es objetivo ni externo, sino subjetivo e interior: «es un problema uno de cuyos datos soy yo mismo», dice Marcel. De este modo, problema y misterio definen dos esferas diferentes: la del tener y la del ser. Tenemos problemas, pero somos un misterio. El misterio está en las preguntas que no recaen sobre algo externo y objetivo, que se pueda suprimir de forma operativa; por ejemplo, son misterios: el ser, el conocimiento, la libertad, la muerte, Dios. No puedo disertar sobre el ser como si yo estuviera «fuera» de él. Si una mente considera el ser de forma objetiva, ella misma ¿dónde está? ¿Acaso en el no-ser? Si investigo el conocimiento, el tema no está «ante mí», sino que el tema es interno a sí mismo. En fin, toda investigación sobre un misterio me implica a mí mismo; no puedo tomar distancias, ser objetivo, porque no estoy ante un objeto. Además, el misterio no se suprime; se progresa en él profundizando. El misterio es cualitativo, el avance en él no consiste en acumular nuevas ideas, sino en entender mejor las mismas, sin agotarlas. En fin, el misterio debe ser, ante todo, reconocido.

Las realidades que más nos importan no son problemas, sino misterios. Así, por ejemplo, la intimidad, las promesas, la libertad, el amor, la presencia del otro, etc. No tengo definiciones, para esas cosas, pero sí experiencia. Tal vez no pueda disertar «objetivamente» sobre la libertad, pero sé que puedo hacer una promesa. Si prometo, comprometo mi día de mañana y «sé» que soy capaz de cumplir y de incumplir mi promesa. La promesa no es ni un vaticinio ni un pronóstico: es esencial a toda promesa que pueda ser cumplida, o incumplida. En la fidelidad a la palabra dada a quien amo, esto es, en el cumplimiento de la promesa, se me revela algo que está más allá de la experiencia de los sentidos, mi libertad y el ser del otro.

Existe, pues, un misterio del hombre. Si Marcel tenía razón, en estos temas se progresa por meditación, se profundiza, mas no es posible eliminarlos por solución, definitivamente.

Teoría del conocimiento y antropología

Las opiniones, las sensaciones y los errores nos obligan a considerar un doble componente en la experiencia humana: sentidos y razón, facultades orgánicas y facultades espirituales. Si la experiencia humana es compuesta, el hombre es compuesto; de modo que el objeto de la antropología (¿qué es el hombre?) se plantea juntamente con el de la teoría del conocimiento: sensibilidad e intelecto, luego cuerpo y alma, materia y espíritu o, también, cambio físico y permanencia ideal, muerte y deseo natural de pervivencia, idea del tiempo y aspiración a la eternidad.

La filosofía de Descartes acababa en un fracaso, debido a la cuestión antropológica. Descartes carecía de una respuesta para la pregunta sobre el hombre; él se dio cuenta y dejó como herencia un problema: la «comunicación de las sustancias» (materia y espíritu, interioridad y exterioridad). Cada hombre es «uno», eso es evidente; pero la teoría cartesiana es dualista.
Retengamos, pues, la observación que se desprende de este ejemplo histórico: que hay un lazo estrecho entre la esencia del conocimiento humano y la respuesta a la pregunta sobre el ser humano. Las respuestas más antiguas (es un dato histórico) son dualistas; la concepción del hombre como «unidad sustancial» es una conquista difícil y no siempre bien comprendida.

El «dualismo», a su vez, puesto que junta, o une, dos sustancias heterogéneas (materia y espíritu), con facilidad ha derivado hacia simplificaciones, sea el materialismo o el espiritualismo exagerado.

Los dualismos

Las concepciones antropológicas más antiguas son, efectivamente, dualistas. Conciben al hombre como un alma inmaterial que «entra», o se «aloja», en un cuerpo y lo vivifica o anima. Así pensaba Pitágoras de Samos (ca. 580-497 a. C.) y su escuela, también Sócrates (470-399 a. C.) y Platón de Atenas (427-347 a. C.). Todos ellos se hacían eco de «antiguas y venerables tradiciones» –dice Platón–, según las cuales, las almas siguen un ciclo temporal, de modo que, tras la muerte, se reencarnan en un nuevo cuerpo, tras pasar por algún tipo de «juicio», divino, donde se determina su destino en atención a los méritos morales de la existencia anterior. De este modo, la llamada «Rueda de las Reencarnaciones» se inscribía dentro de un círculo mucho mayor, el que lo abarca todo, el gran círculo del Eterno Retorno de lo mismo, el Mito más antiguo. En dependencia de esta concepción, la vida en este mundo era vista, por Pitágoras y Platón, como un mal, una pena impuesta como reparación de alguna culpa pasada. Ahora bien, puesto que el hombre sería su alma, y ésta una entidad puramente espiritual, de naturaleza «divina», esto es, inmortal, la vida presente y el mundo sensible tenían que ser vistos como negación del alma y de su vida. El cuerpo (soma, en griego) era la tumba (sema) o la prisión del alma. En consecuencia, el anhelo básico del ser humano sería huir del cuerpo y del mundo, pues en efecto todo preso desea salir de la prisión, conseguir la liberación.

«Los males –escribe Platón– no habitan entre los dioses, pero están necesariamente ligados a la naturaleza mortal y a este mundo de aquí. Por esa razón es menester huir de él hacia allá con la mayor celeridad, y la huida consiste en hacerse uno tan semejante a la divinidad como sea posible, semejanza que se alcanza por medio de la inteligencia, con la justicia y la piedad». (Teeteto, 176a-176b).

En dualismo de Platón es antropológico y del conocimiento. En efecto, los sentidos no proporcionan, piensa, una auténtica noticia del ser, sino del parecer; aportan apariencias, fenómenos, pero ocultan la esencia, la realidad. Ésta es objeto de la inteligencia, y el intelecto, siendo la facultad propia del alma humana, y habiendo preexistido antes de «caer» en la materia, había tenido oportunidad de contemplar las realidades eternas, a imitación de las cuales estaban hechas las cosas materiales de este mundo. He aquí, pues, el espíritu del platonismo, la llamada de lo eterno, la tensión hacia la realidad perpetua e inmortal, que se condensa en esa apremiante llamada a «huir de este mundo, hacia el otro, con la mayor celeridad,... por medio de la inteligencia, la justicia y la piedad». Las realidades eternas serían, según Platón, inmateriales y por eso mismo puros inteligibles (no sensibles), constituyen, por ende, «otro mundo» el mundo de las ideas.

La «idea» de Platón es eterna, inmaterial y constituye un orden de realidades (o «mundo») superior, el de «lo divino», cada idea es única en sí misma aunque las ideas participan unas de otras, según un orden jerárquico, ascendente, que no acaba sino en la idea absolutamente absoluta, el bien en sí, que él llama «sol del mundo de las ideas».

La materia, como realidad amorfa, pasiva y no producida por nadie (eterna), sería configurada por un dios mediador (el «demiurgo»), que, como un artesano, copia las ideas puras e inteligibles en la materia cambiante y sensible. De este modo, el mundo sensible –el mundo de los sentidos– era la copia imperfecta del mundo perfecto. El hombre, por su parte, después de haber caído en la materia de un cuerpo, guardaba en su alma la huella de las ideas que había contemplado en una vida anterior, con los dioses. Luego el hombre tenía «ideas innatas». Eso explicaría por qué, a pesar de la inepcia de los sentidos para proporcionar conocimiento verdadero, podemos «aprender» a partir de la visión de las cosas de este mundo; en efecto, se parecen a las ideas, puesto que participan de ellas y, al verlas, «recordamos» las ideas. Aprender, en suma, sería «recordar».

El dualismo cartesiano, sin embargo, no se vincula con el mito del eterno retorno, como el de Platón, aunque sí con las ideas innatas y la descalificación de los sentidos y del conocimiento sensible como fuente de conocimientos. En este caso estamos ante la imagen científica moderna de un mundo mecánico, objeto de la física matemática; no obstante, la concepción moderna continua presentando los grandes inconvenientes del dualismo de Platón. En efecto, a la pregunta: «¿qué es el hombre?», los dualismos responden que el hombre «son» dos cosas. Se debe volver a preguntar: ¿cuál de ellas es realmente el hombre? ¿Cómo están unidas? En fin, el hombre debe ser un espíritu puro, unido «accidentalmente» con un cuerpo.

Los monismos

Como la respuesta anterior resulta muy insatisfactoria, y como el problema de la comunicación de las sustancias no encuentra solución en ella, se intentó la solución monista: el hombre es sólo máquina (materialismo) o el hombre es sólo alma (espiritualismo, idealismo). La primera es la vía inaugurada por el empirismo británico, durante los siglos XVII-XVIII, en dependencia de Descartes; la segunda es la vía del racionalismo continental (y del idealismo alemán), también inspirado en Descartes.

Si el hombre se explica, en su ser y en su obrar, como una máquina, entonces no tiene un alma espiritual, o ésta será una entidad superflua y una suposición incomprobable. Está claro que el alma racional resultará superflua cuando «entender» signifique «sentir», es decir, cuando la sensación y la intelección sean una sola y misma cosa. ¿Podemos explicar la adquisición de ideas como si fuéramos una grabadora de vídeo? ¿Se explica el conocimiento humano como una serie de sensaciones recibidas de fuera, conservadas, acumuladas, recombinadas y, por fin, ligadas entre sí mediante las palabras? Si tal explicación es plausible, esa es la oportunidad del empirismo. La imagen del ser humano será entonces meramente material y su bien solamente sensible, su naturaleza será ser del todo «singular», un individuo.

Pero si el hombre se explica tan sólo, en su ser y obrar, como un ángel o sustancia inmaterial, el cuerpo será una suposición innecesaria: no tendrá cuerpo, órganos, ni sensación que venga de fuera. ¿Podemos explicar la vida cognoscitiva y volitiva como si toda emergiera de muestro interior, como si todo fueran ideas innatas? ¿Reduciremos la diferencia entre sentir y entender a grados de claridad y distinción de las ideas? Pues bien, en la medida en que eso sea posible, el racionalismo o el idealismo tendrán su oportunidad. La imagen del hombre será entonces la de una realidad espiritual que sólo depende de Dios, para adquirir las ideas (espiritualismo exagerado), o que es la misma cosa que Dios (panteísmo).

La propensión del idealismo se orienta hacia el monismo: mundo, hombre y Dios son una idea, o espíritu, que se manifiesta en forma de proceso evolutivo: 1) exteriorización, 2) esfuerzo superador de toda limitación, 3) interiorización o Espíritu Absoluto. Es la dialéctica de la idea como tesis, antítesis y síntesis (superación). El mundo y el hombre, cuando llegan al término de su evolución conjunta, descubren que «son» Dios. Dios es todo. Por la vía espiritualista, el idealismo retorna al fondo del mito, es decir, al panteísmo.

Los dos monismos radicales –materialismo, panteísmo– niegan la grandeza del ser personal. Suprimir la idea de creación, es negar que Dios es absolutamente diferente del mundo. Se substituye a Dios por la materia, el azar o no se sabe qué; a cambio, el hombre no es imagen del absoluto, mas entonces la dignidad personal, esa perfección que hace al hombre incomparable con las cosas, ¿en base a qué la afirmaríamos?

Las nociones de Dios creador y de dignidad personal humana van juntas, negar la una intentando conservar la otra es incongruente, y las ideas piden que se las lleve hasta sus últimas consecuencias.

«Deshumanización» y cultura moderna

Por diferentes caminos, llegamos a la aniquilación personal: materialismo y panteísmo someten la condición humana a formas de vida inhumanas. Ahora, una filosofía verdadera debe hacer saber, pero también se tiene que poder vivir. ¿Cómo se viven estas filosofías? ¿Cómo se plasman ética y socialmente?

Leonardo Polo observa que el proyecto moderno de desarrollar filosóficamente las dimensiones trascendentales del ser humano es válido, pero fracasado, hasta el presente. La modernidad necesita ser rectificada, no simplemente rechazada. ¿Qué ha pasado para que el pensamiento humanista fuese a parar en deshumanización? Desde el principio hemos señalado una razón: plantear la trascendentalidad personal en forma simétrica con Dios, respecto al mundo, no es correcto; persona y mundo, persona humana y Dios no son los términos de una disyunción, no son contrarios. No obstante, el error más grave, en referencia al ser personal, es el monismo. La metafísica clásica encontró dificultades para reconocer y demostrar que el ser no es único (monismo), sino múltiple; la filosofía moderna ha pensado el fundamento (el sujeto, la libertad) también en forma monista. Ahora bien, si la persona es única, la comunicación se frustra y su existencia es trágica y desesperada. La raíz de la deshumanización moderna está en la sustitución del ser personal por abstracciones monistas: la idea, la materia, etc. En tales concepciones el hombre es sólo individuo o sólo colectividad; la apertura interpersonal y la comunicación quedan reducidas, si acaso, a una mecánica, un procedimiento.

El materialismo da la imagen individualista. El ser humano sería el individuo. Ahora, ¿cómo se vive el individualismo? Individualismo es que cada uno vaya a lo suyo, entrechocando mecánicamente con los demás, vinculándose o desvinculándose según las conveniencias del momento. Explica la naturaleza y origen de la sociedad como un pacto o «contrato social», motivado por sus ventajas o utilidad. La vida social se impone desde fuera, la unión no es natural; para el individuo lo natural es la existencia desvinculada, de ahí que se sienta todo vínculo como limitación, fuerza externa, algo que hace violencia a la naturaleza libre del individuo.

En ética, dado que el individuo es un singular material, rige el criterio materialista: el bien no puede ser sino el placer sensible, bienestar o confort; esta concepción no puede ser sino hedonista. Además, la ley humana y la moral se verán como fuerzas antinaturales, frenos a la expansión de la potencia de los poderosos. Las leyes son el mismo tipo de realidad que la fuerza de los poderosos, son solamente fuerzas de signo contrario: la idea es simple, se trata de compensar o equilibrar. Se entiende la paz como un equilibrio de fuerzas; y la vida social como una «lucha por la vida» (Struggle for Life), supervivencia del más apto (Survival of the Fittest), del más fuerte; la sociedad es una «jungla». En una palabra, la versión ética del empirismo es el individualismo burgués, propenso al abuso de la libertad que, sin norma, se convierte en libertinaje.

La otra cara de la moneda es el colectivismo. Para frenar el abuso de libertad, llega el colectivismo al mundo. El Estado lo es todo, y la verdad es el todo; las partes sin el todo no son nada; los hombres, sin el Estado y la ley, no son nada. Los hombres deben ser según la ley, y la ley según la razón o voluntad general.

Para el idealismo la verdad es el todo. El Estado, encarnando en el tiempo la verdad, siempre tiene razón, siempre manda con razón. ¿Quién juzgará si la ley es justa? ¿Quién puede valorar los actos del Estado? El orden socio-político es racional y la única razón, luego el individuo no tiene derecho a la crítica; las leyes y costumbres no pueden mejorar. El «deber ser» equivale a lo que el Estado hace «de hecho». Las libertades individuales son minimizadas o suprimidas y el despotismo sube al poder, la denuncia de las injusticias no es posible. Este es el rostro de los colectivismos modernos, del fascismo, del socialismo o comunismo marxista.

Dos antropologías, dos éticas, dos concepciones del mundo. ¿Cuál es la verdadera?

La unidad sustancial humana

Ante una alternativa, uno cualquiera de cuyos términos lleva por igual al fracaso, lo sensato es no escoger. La pregunta está mal formulada, los términos de la alternativa son incompletos. Los monismos resultan de la debilidad del dualismo. Ahora bien, ¿qué hay a parte del dualismo?

Una teoría más matizada, que respeta la complejidad: el hombre es unidad «sustancial» de cuerpo y alma, de materia y forma. Es la solución de Aristóteles. Entonces el conocimiento sensible y el intelectual no se contraponen, se diferencian, pero cooperan en el mismo proceso de la experiencia humana, tan sensible como intelectual.

No somos máquinas ni ángeles caídos del cielo. Somos, dice Aristóteles, una unidad de materia e inteligencia; sentimos de forma inteligente, y entendemos de forma sensible, con imágenes. No tenemos ideas innatas. No hemos vivido en ningún lugar antes de ser corpóreos. No tenemos ideas que no hayamos adquirido.

El alma intelectual, capaz de ser todas las cosas, es, al principio tamquam tabula rasa in qua nihil scriptum est, como una «tablilla» rasa en la que no se ha escrito nunca todavía. No somos una tablilla encerada que guarde bajo una película superficial letras y palabras escritas en una vida anterior. No, el intelecto es, sobre todo, capacidad de descubrir novedades, de aprender y de inventar.

La metafísica clásica y los trascendentales

La grandeza del conocimiento es la grandeza humana, decíamos. Ahora comprendemos mejor cuál es esa grandeza. La raíz profunda del conocimiento, por la que éste va a la esencia de cada cosa y también a la totalidad, es el ser. El conocimiento se funda en el ser, es saber el ser; y así como el conocimiento se sitúa en el centro de toda la realidad (mundo, hombre y Dios), igualmente el ser es la perfección que está presente en todos esos grandes ámbitos, pero de diversa manera: hay más ser cuanta mayor perfección hay; el ser es acto, el acto de ser, esto es, la perfección de todas las perfecciones, denominada por eso trascendental. De la validez del conocimiento, pues, dependen la realidad humana y el conocimiento metafísico. Una filosofía anti-metafísica se resolverá siempre en una filosofía anti-humanista. La metafísica es filosofía primera, es decir, sabiduría humana propiamente dicha, y su término de investigación es el ser: «ciencia del ser en cuanto ser y de los principios», la definía Aristóteles. Ahora, el ser es el principio, lo primero. Lo que es primero en lo absoluto funda la realidad cósmica y nuestro conocimiento, etc. El ser es primero, como fundamento y causa de la intelección y, en este sentido, trasciende todo lo limitado. El ser es el primer trascendental.

Se llama «trascendental» porque trasciende todos los conceptos. Está en todos (son conceptos de algún «ser»), pero ningún concepto lo agota, ninguno lo abarca de forma adecuada: trasciende las limitaciones, incluso las propias de la inteligencia y del espíritu. El ser, pues, significa perfección y presenta una gradación de perfecciones que va desde el ínfimo al máximo, del finito al infinito. Todos se llaman «ser», pero no según el mismo grado de intensidad y perfección. Esta gradación y diversidad en la unidad conceptual se llama analogía. Los conceptos trascendentales, significativos de perfecciones absolutas, como son el bien, la verdad y la belleza, son análogos. El conocimiento de los trascendentales abre la mente humana a lo infinito: son perfecciones que reclaman el Ser infinito, similitudes del Ser absoluto; de manera que bien podríamos decir que, al conocer el ser, la verdad, el bien o la belleza, en cuanto finitos y limitados, los conocemos como originados en el Ser, la Verdad, el Bien y la Belleza infinitos. Se entrevé, desde el ser finito, al Ser infinito, a Dios como creador. Pues bien, esta inteligencia del ser, que incluye la criatura y el Creador, el dependiente y el Absoluto, el finito y el Infinito, es la metafísica.

La metafísica clásica adopta la noción de ente en común (ens commune), compuesto de esencia y acto de ser (esse, actus essendi); la piensa como análoga y la atribuye tanto al mundo y el hombre como a Dios. La metafísica de Leonardo Polo no versa sobre el ente común, sino sobre el ser o existencia extramental, del mundo; ahora, como el hombre tiene una existencia diversa del mundo, le parece posible y conveniente, a este pensador, ampliar la metafísica (que versa sobre la existencia extramental, repito) con la antropología. Ahora bien, tanto si adoptamos la metafísica clásica como esta, interesa subrayar que el hombre es capaz, en todo caso, de trascender lo inmediato, los objetos, el orden predicamental o de los conceptos, para elevarse hasta los principios absolutos y hasta Dios como Origen e Identidad absoluta.

A la antropología le interesa, de la metafísica, que el hombre es capaz de trascender el orden físico y conceptual, de alcanzar el ser en absoluto e incluso de alcanzar el Ser absoluto, infinito y creador. El ser humano, teniendo esta potestad, no está restringido a ninguna necesidad de ser naturalmente así o del otro modo, lo que significa que no está restringido en el orden del ser y, por ello es libertad, en cuanto ser: es apertura, es además de lo que «tiene», de lo que tiene pensado y conocido, y además del mundo; el hombre, en cuanto ser, es co-existente. Ser capaz de metafísica, en suma, es ser más, ser además de los pensamientos y además del mundo, coexistir con personas, ser persona y ser libertad, ser espiritual.

Espiritualidad del alma humana

El hombre no es reductible a la materia. No todo en el hombre es material, ni todo es temporal. De la espiritualidad –evidente por la conciencia del tiempo, por el conocimiento intelectual– se deduce la indestructibilidad del alma humana (significando «alma» la forma sustancial del cuerpo, o principio que funda el ser del compuesto), por tanto, la inmortalidad del alma humana es una verdad filosófica, natural, accesible a la mera razón, antes de ser manifestada por la Revelación.

El ser humano, radicalmente inmaterial e inmortal, vivifica un cuerpo material y mortal. En fin, la persona humana subsiste con el compuesto, cuerpo y alma. La muerte, siendo la disolución del compuesto, es un mal profundo y radical. La muerte no afecta simplemente al cuerpo, afecta a la persona pero no la destruye del todo, porque el alma no consta de partes físicas que se puedan corromper o separar y, en consecuencia, la muerte separa el alma del cuerpo, pero no separa ya el ser (el acto de ser) de la forma sustancial o alma, ésta es en virtud de un ser (esse, actus essendi) perfectísimo, personal, más rico que el meramente corpóreo, mucho más simple y semejante al Creador. La inmortalidad del alma es una propiedad natural, no sobrenatural. Es lógico, por eso, que fuera conocida por los filósofos paganos, al margen de la Revelación.

Muerte e inmortalidad

La natural inmortalidad del alma, en fin, plantea la pregunta concerniente a la naturalidad de la muerte. El hecho de tener que morir, ¿es natural o antinatural? La respuesta no es sencilla. De hecho, parece que le sería más natural al hombre la inmortalidad, dado que su principio vital es espiritual e inmortal. Claro está que, en cuanto corpóreo, es pasible y está sometido al desgaste natural, como todos los cuerpos. Por lo menos, cabe decir que el hecho de haber de morir no está en total contradicción con su naturaleza; pero no acaba de encajar con ella, dado que la muerte humana, a diferencia de las demás, no es el final del ser o existencia humana; es una muerte diferente. Hemos dicho anteriormente que, en efecto, la existencia humana depende de la forma o alma y ésta es naturalmente inmortal, porque es espiritual. En suma, desde la filosofía lo único que se puede decir con respecto a la muerte es que ésta no «encaja», no le conviene al ser personal, sino que lo contradice de la forma mayor, luego es un mal y le afecta, aunque no significa su interrupción, dejar de ser.

En la terminología de las categorías aristotélicas, la muerte no es «acción», sino «pasión», esto es, la muerte no se ejerce o se hace, sino que se sufre o padece. Esta observación es importante; si se atiende a ella, se advierte la falacia oculta en las ideologías que recaban el «derecho a morir», o la «acción de morir», como la más humana o más libre. El hombre es libertad y libertad significa autodeterminación; mas he aquí que no pude escoger nacer, al menos debo poder escoger morir, se ha dicho y escrito. Más aún, por entender así al hombre, su muerte y su libertad, se ha llegado a afirmar que el derecho al suicidio sería el derecho fundamental de las sociedades libres o democráticas. Nótese bien: el derecho al suicidio, no el derecho a la vida. Así se expresaba en 1981, Jacques Attali, consejero del presidente de la República francesa, François Mitterand. Pero no es lo mismo morir que matar, uno puede escoger matar, pero no puede escoger morir, porque no es algo que alguien haga, sino que le pasa; ser mortal no es acto, ni actualidad, sino pasión y pasividad: evidencia fragilidad y vulnerabilidad en el ser, no excelencia; lo más humano, la libertad y el espíritu, no es lo mismo que la defectibilidad que llamamos ser «mortal». Además, la propia muerte, como el cuerpo, sólo son algo a lo que se tiene derecho en un sentido lato de la palabra «derecho»: tengo derecho a mi cuerpo o a mi muerte sólo porque nadie tiene derecho a ellos; en sentido estricto no son derecho, no puedo reclamarlos como lo que «me» pertenece, a menos que sea yo distinto de ellos, es decir, que no sean parte de mi ser, lo cual es evidentemente falso.

¿Qué puede significar, entonces, la muerte humana? Solamente una situación; una manera de estar (no de ser) imperfecta y dolorosa, pero no en lo absoluto definitiva. Es pues la mortalidad y la muerte una situación transitoria, un tránsito.

Igualmente, la resurrección de la carne es un requisito para que el hombre sea, con su ser completo, enterizo; luego la felicidad no es concebible sin la resurrección del alma humana con (y en) la materia corporal. La fe cristiana sobre la muerte como pena del pecado y la resurrección final de los muertos está en consonancia con la aspiración natural a la inmortalidad, pero también con las conjeturas de la razón, sea en los mitos antiguos o en los razonamientos de los filósofos.

También se debe aplicar a la muerte la distinción entre mal moral y mal físico. Como mal físico (y ontológico) es el máximo; pero no es un final definitivo, sino un estado transitorio en vistas a un restablecimiento, postulado por la natural inmortalidad del alma. Por tanto la muerte, aun siendo el mayor mal físico, no es el peor de los males; el mal moral es más grave, porque sólo éste es capaz de separar al hombre de su fin último que es conocer y amar a Dios.

III. La antropología de Leonardo Polo

El ser donal

Hemos hecho frecuentes referencias al pensamiento de Leonardo Polo en estas páginas, ya es hora de dedicarle un espacio propio. Ahora bien, en su filosofía la antropología ocupa un lugar preeminente, que conecta con la actual preocupación preferente por la persona y su dignidad.

Con el tomismo, Polo distingue entre el ser y la esencia humanos. Por otra parte, el hombre se puede definir por el «tener»: es aquél que tiene o es capaz de tener. Así expone la antigua definición de Aristóteles: el viviente que tiene logos. El hombre es el que tiene, y el tener se realiza según tres niveles de hondura. Así, pues, tenemos: 1) según el cuerpo, cosas; 2) según el entendimiento, conocimientos; y 3) según la naturaleza, hábitos, virtudes. El conjunto de lo que tenemos constituye nuestra esencia. La esencia humana es aquello de lo que dispongo, como humano. Ahora bien, mi ser no es una esencia, ni entra en el campo de mi disposición; mi ser no es disposición, sino quien dispone, la persona. Por otra parte, el ser personal no es tampoco un mero existente, sino co-existente, porque no se limita a ser, sino que es-con, es co-ser, o co-existir, es «además», dice, además del mundo y de los pensamientos. Por eso, la persona es radicalmente libertad y capacidad de dar.
Efectivamente, no sólo tenemos libertad, sino que somos libertad, con respecto al universo físico y al mundo humano (la cultura); los trascendemos, porque podemos dar; ahora bien, eso significa que somos donación, que el ser humano es un ser donal. De este modo, el ser metafísico se ve ampliado merced a los trascendentales antropológicos: don, libertad, persona, co-existencia o además.

Actitud filosófica

Leonardo Polo (Madrid, 1926) es un filósofo moderno, buen conocedor de los clásicos; su propósito es continuarlos sin repetirlos; toma inspiración del pensamiento clásico, siempre actual, y lleva a término la intención moderna, esto es, la antropología trascendental. El método que aporta da por acabada la era de los sistemas unipersonales, puesto que elabora una teoría del conocimiento que arranca de la advertencia y el abandono del límite mental.

El límite mental

En 1950 L. Polo se dio cuenta del límite mental: «Se me ocurrió de repente, y punto. Estaba pensando acerca del pensar y el ser, y cómo tenía que ver el ser con el pensar; entonces me di cuenta de que al ser no podíamos llegar mientras no se abandonara la suposición del objeto, porque la suposición hace que el objeto sea limitado y un conocimiento limitado no puede ser un conocimiento del ser si éste se toma en un sentido trascendental».

No es posible apoderarse del ser en la forma (objetiva) del concepto; en esta forma se lo «des-realiza», pero si el ser no es lo primero real no es nada. «La consideración intencional del ser es un quid pro quo», es decir, tener una idea en mi mente no afecta para nada al ser extramental.

La realidad no está en los pensamientos, sino más allá: en el yo pensante y en el ser extramental. «El yo pensado no piensa», dice Polo, porque hay más ser que pensamientos. Es posible, pues, pensar más allá de nuestros objetos, o ideas, con actos más perfectos que el objeto (u «objetividad»). La expresión de esta concepción resultaba extraña por su novedad, difícil para los propios especialistas; por eso, aunque iniciada en 1963-4, se ha detenido a madurar las formas de decir, hasta la publicación del primer volumen de Curso de teoría del conocimiento (1984). En el prólogo dice: «el abandono del límite mental es la continuación obvia del estudio del conocimiento en el punto en que Aristóteles lo dejó».

Se trataba, en efecto, de desarrollar esta intuición aristotélica: «Se ve y a la vez se ha visto; se piensa y se ha pensado... Eso es lo que denomino acto» (Cf. Aristóteles, Metafísica, IX, 7; 1048b). Es la noción de operación inmanente o praxis perfecta (praxis akinéseos), el acto perfecto posee su fin, inmanentemente: al mismo tiempo es pensar y haber pensado. Partiendo de esta noción de actualidad, es posible superar las aporías generadas por la consideración del pensar como si fuera un proceso que da por resultado un «producto», la idea o representación.

Abandono del límite

Leonardo Polo ha propuesto un nuevo método de pensar, para recuperar la inspiración de los clásicos y a la vez realizar el proyecto moderno de antropología (la consideración trascendental de la libertad). Este método es el abandono del límite mental, una vez que ha sido advertido en condiciones tales que quepa abandonarlo.

«El límite mental es la presencia mental o conciencia objetiva. Con la denominación de "límite" se indica no sólo que lo conocido u objeto es limitado, sino también que el conocimiento u operación correspondiente es limitada. Al incitar a abandonarlo se sugiere que es posible ir más allá del objeto, que el objeto no es lo único cognoscible, sino que la realidad está más allá de él, siendo también cognoscible; pero a la vez se sugiere con ello que la presencia mental o la conciencia es la operación mínima de conocimiento y que ella no es el sujeto, sino que el núcleo del saber es además de la conciencia y de las operaciones (I. Falgueras).

Polo es un filósofo realista, que extrae su inspiración de los grandes filósofos del pasado, pero no pretende un retorno al pasado. Para él, la filosofía realiza al máximo la capacidad sapiencial humana, porque lo más propio del entendimiento es descubrir. La inteligencia inventa novedades, es actividad vital y crece. El filosofar, en cada situación vital, está llamado a advertir la radicalidad y a crecer. Este crecimiento potencia el crecimiento personal del hombre.

Teoría del conocimiento y metafísica

«La filosofía es el conocimiento de principios por principios» (El Logos, 1995). Los principios son radicalidad y novedad, actos superiores a los conceptos.

Polo desarrolla la distinción real de Tomás de Aquino (esencia-ser) en continuidad con el descubrimiento del límite mental y su abandono. La distinción real se debe proseguir. En la teoría del conocimiento se advierte que podemos abandonar el límite; cuando se lo abandona, como pensar supositivo (objetivo), se abre una cuádruple vía: si se atiende al mundo, adverir la existencia extramental (metafísica) y explicitar la esencia extramental (filosofía natural); si se atiende al hombre, alcanzar la persona y la naturaleza humana (antropología trascendental y antropología sistémica).

El hábito de los primeros principios piensa como tema la existencia metafísica. Los principios son tres: no-contradicción (ser creado), causalidad (referencia al origen) e identidad (Dios). La metafísica se constituye así como pensar, no ya objetivo, sino habitual. Ahora bien, este «pensar habitual» no lo entiende Polo como potencial, o en potencia, sino como actualidad: más aún, como actualidad eminente. Los hábitos son actividad mental, mayor que la objetivación u operación inmanente. Nos damos cuenta de que el objeto (la objetividad) es límite, precisamente desde el pensar que supera este límite, desde el pensar habitual. Éste señala la apertura al ser como primero, es decir, como principio. El ser es principio como ser extramental, como causalidad extramental (causa-causada) y como incausado (creador). La metafísica alcanza el ser del mundo y el de Dios.

Las causas (segundo nivel de principialidad), constituyen la esencia, que depende de la existencia ejercida, esto es, de la causalidad trascendental, el acto de ser. La esencia es puesta por el ser; por tanto, las cuatro causas (Aristóteles) son un nivel de principios de segundo orden (física, o filosofía natural).

El existente humano

El ser personal no puede ser pensado adecuadamente: «el yo pensado no piensa». No es ninguna de las ideas que tenemos. Pero de aquí no se debe concluir –como hace Heidegger– que sea la nada. El ser del yo, observa Polo, es real, pero no se identifica con ningún concepto (u objeto). Ya Heidegger se dio cuenta de que el sujeto no puede llegar a ser el objeto, como pretendía Hegel, y extrajo de ello la conclusión de que el yo no es una esencia, sino pura existencia; luego un conocimiento esencial del yo no es nada. Ahora, ¿qué es realmente el yo humano?

Como ser real, es principio; y como principio el existente es además. Eso es lo que Heidegger no vio. Además, significa que el existente no se agota en pensar ni en actuar.
La meditación de Kant, Hegel y Heidegger llevó a Polo a la convicción de que la filosofía moderna desemboca en una aporía, una situación sin salida, improseguible. En efecto, esta había comenzado como proyecto antropológico, poniendo la libertad en el nivel de los primeros principios, y desemboca en el nihilismo. Polo propone el abandono del límite mental para advertir que el hombre no es el yo, ni la conciencia. El hombre tiene conciencia, pero no la es. La persona no comparece en la conciencia, no es el yo (si el yo es la conciencia que la persona tiene de sí misma). Por lo tanto, a la persona no se la alcanza con la operación (concepto), ni con los hábitos (primeros principios); ninguna acción humana alcanza a la persona. La persona tiene los actos que realiza, pero no está en ninguno de ellos, es más; es además. La persona piensa y, además, es. A la existencia personal se llega en la forma de acompañarla. Este es el ámbito de la efusividad (del ser donal). La persona, más que en el tener, se manifiesta en el dar. Pero, atención: no se olvide que este discurso no es ético, sino antropológico: se refiere al ser personal. El ser personal, porque es capaz de dar, debe ser un don. La libertad, la persona, es don, ser donal. Esto significa que, en su intimidad, es referencia a Otro, de Quien proviene y a Quien se orienta destinándose. En suma, el ser personal es donal y filial. Ser hijo (más allá de la mera condición biológica) significa ser originado y destinado. Mas, por otro lado, la persona es irreductible al mundo (es además); luego advirtiendo al ser personal como originado y destinado (libertad nativa), lo advertimos como hijo. Sólo la persona infinita puede originar a la persona (finita) como don.

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